domingo, 3 de agosto de 2008

pequeñoinventario

La lluvia parece ser un recurso ineludible para demostrar que el día está con ese aire melancólico que tenemos en la cabeza gracias a la ficción. Pero no, ese día no llovía. Es más, hacía un sol esplendoroso, el cielo azul como para hacer un chroma y ella se veía perturbadoramente linda. Irresistiblemente linda. La mesa, el sol, la terraza. El cielo azul, muy azul. La madera, el metal del restaurante. Lo tengo todo en la cabeza, tengo el recuerdo y la sensación. No me acuerdo de su cara, pero es ella, no me acuerdo que tenía puesta una blusa negra, no me acuerdo de la brisa, ni del sol ni de su nariz.

Y creo que este tipo de recuerdos de paz y solemnidad son los que mantienen las vivencias. De mí ya partieron las ganas de olvidar, cuando sé que olvidar es negarse a sí mismo. Pienso que si a veces hay recuerdos deben ser buenos y no de los que te enferman y te dan ganas de asomar tu cabeza por la borda de tu vida y expulsar el malestar.

Creo que un día, antes de que una bala atraviese mi cabeza o un carro me destroce el cuerpo, como en las películas en las que llueve en los días tristes, por mi mente pasarán todos los recuerdos felices. Ese cumpleños, el primer beso en Medellín, la cara del abuelo, la casa grande de mi tía, el perro que me daba miedo y después lloré, la chaqueta de prom roja, el beso a las siete de la mañana, los chocolates, el sabor a victoria, las tardes soleadas, Cartagena de noche, los pies enterrados en la arena, sentarme a escribir tranquilo, el disfraz de la gitana, el video en el que se ve su cara, el agua caliente que se pone helada al segundo, el sol entrando por la ventana, la luna llena de estrellas, la estrella fugaz.


Igual, los buenos recuerdos vienen en vida, así como los malos que borran esos que te dibujan momentáneamente una sonrisa. La felicidad se cultiva pero raramente se recoge. Y viene Robbie con su canción y lo resume todo.


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